sábado, 4 de agosto de 2012

Toda persona en algún instante o un momento de su trayecto se ha sumergido consciente e inconscientemente en procesos de transformación, un transcurso de evolución que conlleva a un cambio súbito y espontaneo de nuestro ser, que nos hace tambalear de nuestro eje y vomitar de adentro hacia afuera un sinnúmero de conjunciones que nos alza en lo que somos, para transformarnos en lo que fuimos y nunca jamás vamos a volver a ser, fisurando un esquema interior que resulta imposible volver a fusionar en su formato de origen. Un origen que sin lugar a dudas ya nos quedaba chico, ya no nos dejaba mover.
Muchas veces los síntomas que evidencian nuestras transformaciones brotan hacia la superficie, escarban para poder salir y volverse exteriores, perceptibles a nuestros ojos, cambiándonos de forma, dejando marcas en nuestros envases que solo reconoce aquel que de su transformación supo crecer. Dichos envases son nuestra piel, nuestra cara visible al exterior.

Mirándolo todo como si alguien observara una tormenta, sabemos que estas circunstancias abren una brecha que incita al cambio, a lo nuevo, a lo desconocido, a lo que muchas veces nos atemoriza por no conocer, generando un volver a reconocernos, un volver a confiar y a sentirnos seguros de nuestra propia metamorfosis.



“Aunque en el corto plazo puedan parecer perjudiciales,
a largo plazo las mutaciones son esenciales para
nuestra existencia. Sin mutación no habría cambio
y sin cambio la vida no podría evolucionar…”

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